Madrid

Yo viví en Madrid en la década de los años 90. Empecé a trabajar en un hospital y a ganar mi propio dinero. Cuando cumplí los 23 años Beatriz y yo nos casamos. Arreglamos un pequeño apartamento en el Puente de Vallecas y en 26 metros cuadrados fuimos felices.

Ayer regresé a la misma ciudad cambiante. Las líneas se han desplazado y los límites de las parcelas no están en el mismo sitio. Pero hay una sensación que permanece. Lo esencial sigue moviendose vertiginosamente.

Viajamos de la mano de alguien que nos quiere. Cruzamos los caminos que necesariamente debemos andar. Los rayos de luz que me golpean en la frente no logran deslumbrarme.

Los comercios se extienden interminablemente en forma de pasillos entrelazados por la enorme superficie.

Una escena repetida en todos los tiempos y lugares visita inesperadamente la cámara.

El trayecto al aeropuerto se repite una vez más. El contínuo movimiento en el espacio buscando la forma de estirar el tiempo.

Me detengo donde lo hacen todos los demás, alineado en complejas estructuras de cemento y acero.

Recorro los pasillos que viven enterrados en el suelo acelerando el paso de los hombres presurosos.

Me quedo mirando a la gente. Por alguna razón siempre me estoy haciendo preguntas que no requieren una respuesta.

Veo a una persona que rumia en solitario el café de su partida.

Y a una más que ordena sus asuntos vestido de etiqueta.

Pero la siguiente me recurda el ritmo de las cosas… el final de los principios… la hora del regreso.

Agradezco la acogida abierta de nuestros anfitriones. El lento discurrir de los kilómetros, la música que tiñe la mañana, el mantel de la mesa y esta sensación de haber conseguido entrada en butaca preferente.

Roberto Molero

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